jueves, 18 de agosto de 2011

El amor en los tiempos de la marinera


Por: Andrés Jara Maylle / Huánuco

Conocí a mi amigo Ricardo Vírhuez Villafane hace muchísimos años cuando desarrollamos en esta ciudad una de nuestras muchas actividades de promoción literaria. Creo que se trataba de los encuentros regionales de literatura que cada cierto tiempo organizábamos, y que “murió” debido al excesivo entusiasmo de los escritores ucayalinos, quienes pidieron ser la próxima sede, pues según decían,  lo organizarían con bombos y platillos, como Dios manda. Lamentablemente, por razones seguramente ajenas a la voluntad ucayalina,  hasta ahora no ha sucedido nada, pese a los largos años que ya han pasado. Pero lo importante de todo es que esos encuentros de finales de la década del noventa del siglo pasado ha servido para conocerlo, primero, y luego, consolidar una buena amistad con este amigo generoso que hoy nos acompaña: Ricardo  Vírhuez Villafane y que está con nosotros para compartir una de sus últimas producciones narrativas: la novela El campeón de  marinera.
El campeón de  marinera es una novela breve, por tanto de rápida lectura. A ello se suma su fluidez estructural, su versatilidad narrativa, su sencilla trama que avanza, rauda, desde el momento en que el personaje principal, Benito Tafur, luego de siete años de estadía, con no pocas dificultades en la metrópoli de Nueva York, decide regresar al Perú, a su natal Trujillo, específicamente, para reencontrarse con él mismo; o tal vez para reencontrase con aquella identidad que, por su larga estadía fuera de la patria, estaba a punto de perderla.
Y es una novela breve no solo por la extensión sino también por la definida y exacta participación de los personajes, que al margen de sus incursiones en unos y otros escenarios con roles necesarios, son básicamente tres: el ya mencionado Benito Tafur, Lucía Castillo, simpática norteña y frustrada pareja de baile de Benito, y Jimena Dianderas, guapa chimbotana, estudiante de Medicina que recala en Trujillo casi por casualidades del destino.
Teniendo en cuenta a estos tres protagonistas no cabe duda que El campeón de marinera, es, esencialmente, una novela de amor. Explicándonos mejor, diríamos que se trata de dos amores: el amor de un hombre hacia la mujer, o viceversa, con su secuela de dudas, sufrimientos y desdenes, y el amor a la marinera, esa danza en donde aflora y centellea el garbo, el donaire, el orgullo, la pasión; es decir, el Amor mismo en la más grande de sus dimensiones.
¿Y es que acaso la marinera, esa antiquísima danza, fusión de culturas e idiosincrasias, que con ciertas diferencias se practica desde antaño en todo el país, no es la mismísima representación del amor? ¿Acaso allí no se simbolizan con movimientos, saltos, giros y pasos delicados, cambios y recambios, la coquetería, el galanteo, la seducción y el hechizo entre dos personas que se aman? No podía ser de otra manera entonces. No podía obviarse a un fundamental componente de todo el sortilegio de la marinera: el amor. Y ese es el ingrediente de una buena novela escrita por Ricardo Vírhuez.
Para narrar toda esta historia, su autor recurre a ciertas técnicas con las que obtiene el resultado que espera alcanzar. La novela está  construida en base a tres capítulos más un epílogo. Cada capítulo, asimismo, se subdivide en partes, bloques, apartados o estancias en la que va dándonos a conocer, especialmente en el primero y segundo capítulos) de manera alternada y secuencial historias relacionadas con el devenir del protagonista.
En el primer capítulo, por ejemplo, el protagonista se ubica en dos espacios: en Nueva York, la que es narrada en primera persona,  y en Trujillo, junto a Lucía Castillo ensayando arduamente para tentar el primer premio en el concurso de marinera, hecho que es narrado desde la perspectiva de la tercera persona. Por lo demás, los bloques desarrollados bajo la primera persona poseen, para Benito Tafur, cierto aire reminiscente, declarativo, confesional, partiendo desde su estancia trujillana cuando aún estudiaba la secundaria, pasando por su vivencia neoyorkina al lado de su padre y su madrastra, hasta que por esas cosas fortuitas que suceden en la ficción y también en la vida real, escucha a lo lejos el inconfundible ritmo de la marinera y decide regresar a su lejano Perú, dejando trabajo, oportunidades y amores fugaces.
Esa misma técnica se repite en el segundo capítulo, pero aquí hace su incursión un tercer personaje, fundamental para el resto de la historia. Se llama Jimena Dianderas y es una guapa muchacha, alegre e independiente, inteligente y soberana de sí misma, estudiante de medicina en Chimbote quien al no tolerar el abuso de uno de sus profesores universitarios decide dejar por un semestre sus estudios para viajar, buscando una catarsis, a Trujillo. Los bloques de este capítulo también aprovecha la tercera y primera personas narrativas; en el primer caso, muestra la historia de Jimena; mientras que el segundo, continúa la historia de los ensayos y trajines preparándose para el gran día entre Benito Tafur y  Lucía Castillo. Hasta que Lucía sufre un leve pero fatal accidente de tránsito y queda definitivamente invalidada y defenestrada para el baile faltando muy pocos días para el inicio del campeonato. Es bueno hacer notar que en el maremágnum por querer saber más sobre el baile norteño, puede percibirse, a través de los personajes, una sutil posición frente al pasado, el presente y el futuro de la marinera como expresión de nuestra cultura. Hay una especie de lucha interna por querer saber el destino de la danza: antigua o moderna; tradicional o cambiante, acorde con la vorágine de la modernidad, todo ello tomando como pretexto las opiniones de la anciana Josefina.
Ya en el tercer capítulo, el que se desarrolla casi en su totalidad en la tercera persona, (a excepción de los discursos de la narradora de  televisión) fluyen como cascadas una gran cantidad de historias, unidas entre sí por la impronta del concurso de marinera, y que poseen la particularidad de ser incluso más breves que las anteriores, brevísimas realmente. Esa brevedad y rapidez le da justamente una eclosión de sentimientos y presentimientos, y contribuye a apurar los ánimos de todos los protagonistas. Permite, por otro lado, desarrollar hasta sus máximas potencialidades la historia que llega a una especie de apogeo, de auge, de esplendor, de clímax.
Aquí todo es movimiento, torbellino, agitaciones. El amor por la marinera y por los seres que se ama con refinado y elegante silencio adquiere tal conmoción que todo parece que se aglomera, que se convulsiona, que vibra y oscila al compás de unos corazones que se desbocan en sus sobresaltos y sus pulsaciones. Es, parafraseando al genial García Márquez, el momento de la gloria, el estremecimiento y la pasión que causa el rastro que deja el amor en tiempos de la marinera. Y que tendrá su pico, su cumbre, su máximo esplendor y magnificencia cuando Benito Tafur y Jimena Dianderas, paso a paso, sudor a sudor, mirada a mirada, complicidad a complicidad, por fin ocupan merecidamente el primer puesto en tan reñido certamen. Son ellos, entonces, sellándose con un sincero, sensual,  provocador  e interminable beso, su condición de campeones indiscutibles de uno de los bailes más sensuales que tiene el Perú.
Pero como a toda tormenta precede siempre la calma, la historia adquiere un cierto sosiego cuando Benito decide regresar a Nueva York, para estudiar dibujo, y Jimena vuelve a Chimbote para terminar su carrera de medicina que quedó temporalmente trunca. Y nuevamente vuelve la narración  en primera persona para dotarle su atmósfera confesional, de desahogo y revelación. Para mostrarnos que en los arrebatos y las vehemencias y los vértigos del concurso de marinera, había nacido un amor intenso que se extiende en la memoria y en los recuerdos de dos personas que están, por el momento, demasiado lejos uno del otro; pero que  alguien pronto deberá regresar (o tal vez ir) para madurar otra historia que tendrá como escenario el norte peruano y como protagonistas a la marinera, esa danza hacedora de los amores indomables.

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